Un Voronoi de bichos
Lo reconozco: como físico experimental soy un matemático poco practicante. Sin embargo, de vez en cuando aparecen frente a mi bellezas únicas que piden a gritos ir más allá, como el día que descubrí que la dimensión fractal de mis contactos óhmicos para transistores dependía de las aleaciones que hacíamos con los metales. Esta vez ha sucedido algo parecido, y en nuestro último artículo sobre erosión iónica hemos usado, por primera vez, diagramas de Voronoi. No puedo resistir la tentación de contároslo, así que en vez de abrir hilo, abro entrada.
Empecemos por el principio: ¿qué es un diagrama de Voronoi y por qué es útil? Un diagrama de Voronoi es una forma de dividir el espacio basándose en un concepto de cercanía entre objetos. Existen muchos ejemplos de diagramas de Voronoi (sin ir más lejos las manchas de las jirafas) pero, sin que sirva de precedente, voy a utilizar el fútbol para explicarlo. Si consideramos un campo de fútbol como nuestro espacio de trabajo y a cada jugador como un objeto dentro de él, un diagrama de Voronoi del campo estaría compuesto por los sectores dominados por cada jugador, es decir, por las regiones en las que, si cayera el balón, él sería el jugador más próximo.
Esta división permite decidir en cada momento qué jugador debe ir a por el balón. En otros casos, como en la teselación de los barrios de Madrid, Voronoi sirve para aclarar viejas disputas (como la frontera real entre los dos Carabancheles =). Lo cierto es que este concepto puede aplicarse casi a cualquier cosa y, de hecho, los diagramas de Voronoi tienen utilidad en muchos problemas de optimización (transporte, propagación de enfermedades, hidrología, ecología, etc.). Es, además, un patrón repetido en muchos sistemas naturales, pero para no alargarme demasiado os dejo para reflexionar sólo una pregunta: ¿por qué un suelo que ha sufrido una fuerte sequía muestra patrones de Voronoi?
Ahora que sabéis lo que es el diagrama de Voronoi os podéis estar preguntando: ¿para qué necesita un físico eso? Pues bien, como ya os he contado en otras ocasiones una de mis aficiones es modificar las superficies de los materiales para cambiar sus propiedades, y uno de nuestros patrones preferidos son las nanodunas. Para crear estas dunas usamos haces de partículas que moldean el material igual que el viento moldea la arena del desierto. A este proceso se le llama pulverización: el ion penetra en el material como una bala y expulsa los átomos más próximos a la superficie dejando un pequeño cráter. Algo así:
La forma del cráter y la cantidad de material expulsado depende de la energía del ion pero también del ángulo con el que impacta. Por lo general, cuando los ángulos son suficientemente rasantes el efecto de erosión es muy parecido al del desierto y se forman patrones de dunas en la superficie. Por debajo de ese ángulo crítico la superficie forma una estructura con rugosidad pero sin patrón. Se sabe que ese ángulo crítico anda cerca de los 45º, y nosotros queríamos saber qué ocurre si estás muy cerca de él cuando utilizamos ion reactivo (uno que además de formar el cráter puede quedarse pegado al sustrato).
Hicimos nuestros experimentos y nos encontramos con una de esas sorpresas de los últimos días del edén: la muestra estaba llena de bichos. Cerca del ángulo crítico teníamos unas dunas muy tenues, pero sobre todo teníamos bichos: montones de ellos. Era como si nuestra muestra estuviera contaminada por pequeños trilobites de 2 micras de tamaño, aunque sabíamos perfectamente que eso no podía ser.
Una de las ventajas de usar un acelerador de iones es que filtramos la masa de las partículas con sus imanes, así que no teníamos duda de que lo que había ahí era inorgánico. Fueran lo que fueran, los habíamos producido nosotros. Nos dimos cuenta de que estas estructuras parecían tener una entidad individual. Parecían reproducirse por toda la muestra, como los jugadores de fútbol: algunas de ellas estaban juntas, otras más aisladas. Su forma no era casual porque todas tenían la «cabeza» orientada hacia nuestro haz de partículas. Sin embargo, para comprender su origen teníamos que responder una pregunta importante: ¿están ordenadas o están distribuidas al azar?
Si estuvieran ordenadas tendríamos una indicación de que unas estructuras pueden producir otras durante la irradiación, pero si estuvieran distribuidas aleatoriamente su origen debía ser independiente. Puesto que los humanos somos realmente malos decidiendo sobre el azar necesitábamos una herramienta matemática para juzgar nuestra distribución. Asumimos que cada uno de nuestros bichos era un punto del plano, y dividimos nuestra superficie en función de ellos. En otras palabras: dibujamos el diagrama de Voronoi para nuestra muestra y lo comparamos con otro diagrama generado aleatoriamente (hay muchos algoritmos que permiter generar un Voronoi aleatorio como el de Fortune o el de crecimiento radial).
Cada punto del diagrama tiene un número de vecinos y al analizar las frecuencias que tienen podíamos saber si nuestra distribución era o no equivalente a la distribución aleatoria. Resultó que, efectivamente, no había diferencias estadísticas significativas entre nuestro diagrama y el generado al azar. Así que estaba claro: nuestros bichos se formaban independientemente los unos de los otro, aunque a veces aparecieran en parejas. Como diría Asimov, «lo curioso de las coincidencias es que ocurren» y aunque nos costara admitirlo, éste era uno de esos casos. Creo que ésa fue la lección más valiosa que aprendimos de Voronoi: no podemos controlar todo lo que sucede en el experimento, algunas cosas hay que dejárselas a los dados…
@DayInLab